Salvaciones literarias (de la importancia de lo que se lee)

La escritora Isabel Sucunza rememora algunas de las lecturas que la han marcado. Y piensa en ‘Nada’ de Carmen Laforet mientras vuelve a las puertas del pasado, los días de adolescencia y el refugio de los libros.

Carmen Laforet.

Carmen Laforet.

Recuerdo que leyendo Nada me daba igual -que ni me fijé, vaya- que fuera una señora quien hubiera escrito aquello: imagínense lo joven que era yo entonces.

Recuerdo que no sabía nada de premios ni mucho menos de la presión que podían llegar a suponer para quien de tan joven, de tan rara -porque raro lo era un rato que una señora, una chica, ganara entonces un premio literario por méritos propios-, lo ganara con una primera novela.

Recuerdo que, leyendo Nada, yo no sabía nada de Barcelona, no sabía nada de la familia ni del pueblo ni de la ciudad; porque no había vivido yo otra familia ni otro pueblo ni otra ciudad que no fueran los míos, que me habían venido de serie y que, por tanto, no podía imaginar que fueran, que existieran en su autonomía, definiéndose cada uno a su manera fuera de mí. Así que leer Nada fue como descubrir que la nada, lo que hasta entonces no existía, tenía también su identidad. Y descubría aquella identidad que creía ajena justo cuando yo me estaba formando la propia, o sea justo cuando menos quería ser yo.

Leía yo en mi habitación de adolescente que Andrea, la protagonista de Nada, tras la muerte de sus padres se iba a vivir con sus tíos a Barcelona. Con sus tíos, con su abuela, con su primo bebé, con la criada y con un perro, que son todos los que viven en aquel tétrico piso de la calle Aribau que se inventó Laforet y que, durante todo el libro, sirve de referencia, de imagen de todo aquello de lo que Andrea acaba queriendo escapar. Porque esa es la historia de Nada: la de cómo una descubre que hay algo más allá del mundo propio.

Tiene haber leído Nada que años, décadas después, ayer mismo, estaba yo escuchando hablar a Alicia Kopf de su libro, el gran Germà de gel/Hermano de hielo, y me volvió a venir Andrea a la cabeza cuando Kopf, un poco en broma un poco en serio, comentaba lo difícil que es ver a una mujer salvándose a sí misma. Andrea sí se salva, pensé yo después; Andrea se pasa el libro salvándose: se salva del pueblo cuando va a la ciudad; se salva del tío y de la tía cuando los baja persiguiendo hasta el mismísimo corazón del Raval, aquel que está a, nada, tres calles de dónde ahora vivo yo; se salva de la abuela cuando ve que la abuela nunca podrá salvarse de sí misma porque tampoco podrá salvar a los demás; se salva de la amiga, lo que también la salva de su otro tio, cuando se atreve a abrir la puerta de aquella habitación; y se salva de la universidad, del primer ligue y hasta consigue salvarse de unos cuantos artistas de pacotilla que había conocido por el camino. No para de salvarse Andrea hasta que acaba salvándose de la misma calle Aribau, de Barcelona y, finalmente, de sí misma cuando sale de casa, de la calle Aribau, ya sola para coger aquel autobús de madrugada, rumbo a Madrid.

Todo esto que acabo de contar son cosas que he pensado después de leer Nada aquella primera vez; ya he dicho que no me enteraba de nada entonces, pero después, en posteriores lecturas, sí, y me ha gustado reconocerme en aquella lectora joven que era yo, que sin saberlo, iba leyendo queriendo parecerse a Andrea o a su tía Gloria, la que bajaba de extranjis a trabajar al Raval. Me he reconciliado con ella, conmigo, un poco, releyendo Nada, porque mira que llegué a leer cosas entonces, pero de todos, aquella yo que no quería ser yo eligió intentar parecerse a los personajes buenos de Laforet.

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Isabel Sucunza

Isabel Sucunza

Escriptora i llibretera.

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